Helados y manadas

Escribe: Patricio Diego Vargas En el verano del 92 trabajé en una heladería. Pasaba a tercero del secundario. En esa época las heladerías se habían puesto de moda en mi pueblo. Trabajé en una de las tres que tenía el mismo dueño. Tenían nombre de colores: la Azul, la Rosa y la Verde. A mi tocó la Verde. Era un salón mediano, vidriado, que ocupaba una esquina entera. Digo que se habían puesto de moda porque los fines de semana a la tarde, sobre todo en la Verde, se juntaban los chicos y chicas de la ciudad a pasear, a charlar y a ver la circulación de la vuelta-al-perro. También en la previa del boliche, un rato, y a la salida, de pasada, pero no mucho.

Me presenté en diciembre, pregunté si necesitaban a alguien, alguna recomendación había por otro lado, y me citaron en la semana para aprender el oficio de servir helados que terminaran en punta, no esa pila de dos cucharadazos que sirven, ahora, en algunos lugares, sin forma de nada. Aprendí y arranqué. El trabajo completo era, limpiar el piso, las vidrieras grandes, atender al público, y en el cierre sacar todas las latas de helado, dejar que se aflojen y con la cuchara aplastar hasta acomodar el helado restante en el nivel que había quedado. Sino se le podía hacer hielo. Se hacía la caja, se volvía a limpiar y se cerraba. Había un momento de explosión de la ventas. Entre las 10 y las 12 se llenaba, las personas hacían cola y preparabas un helado atrás de otro, para que todos tuvieran su postre extra de sábado por la noche.

Estaba bien. Yo le vendía helados recargados a mis amigos y tenía mi plata. Entraba a las 9 de la noche y me iba a las 5 de la mañana. Desde ahí veíamos, en vivo y en directo, casi todas las secuencias de las salidas nocturnas de la ciudad-pueblo. Gente divertirse, parejas que cambiaban de integrantes, familias pasear, las salidas del boliche, algún accidente y alguna pelea de borrachos. Un viernes, día de salida de menos gente, todo se puso un poco más oscuro. Por un tiempo, a la vuelta del lugar, funcionó un bar chiquito, para jóvenes, en el subsuelo de un bar tradicional. Parece que ahí se armó pelea. Nosotros, tipo tres de la mañana, empezamos a ver tipos pasar corriendo por las calles semi-vacías, eran jóvenes, pero desde mi adolescencia, eran tipos. Primero pasaron dos o tres corriendo, después algunos más, y por último un montón. Iban gritando y tirándose cosas. Del último grupo uno se tropieza y cae en la calle, de cara al asfalto y queda tirado. Otro saca un arma en su carrera loca y tira dos o tres tiros para adelante, no para arriba, mientras sigue a la turba.
Ahí la dueña de la heladería apaga todo y se tira atrás de los mostradores. Yo me quedé parado mirando por la inmensa puerta de 4 hojas de vidrio el espectáculo. Cuando empiezan a volver de esa corrida que se había perdido de nuestra mirada, seguía tirado en la calle el que había tropezado. A la pasada, de a uno a la vez, le empezaron a pegar. Unos una piña en la cabeza, otros un patada en el cuerpo. Uno se frenó, le pegó a repetición en la cara y siguió. Todos no le pegaron. Muchos si. Nadie frenó a nadie, nadie lo levantó. Lo más paradójico era que el golpeado no era al que perseguían, era uno que iba corriendo en la misma locura con el resto, pero bastó que uno sobreexitado aprovechara y le pegara, para que los otros, estúpidamente, en automático, hicieran lo mismo. Se armó una manada in situ, cobarde y sobreestimulada por la fragilidad del derrotado aleatorio, que descargó su mierda con el mismo.


No hay mucho análisis sociológico que explique el asunto de la maldad súbita y la violencia descarnada. En un momento todos entraron en el paroxismo y luego desaparecieron. Quedó ahí tirada la bolsa de carne y huesos. Mi jefa gritaba que nadie salga. Al rato pasó uno en moto. Frenó. Un rescatista solitario. Mientras lo levantaba nos miró y nos hizo señas de que estaba hecho mierda el tipo. Lo cargó y se lo llevó. Así quedó desierta la calle otra vez. Nosotros nos dedicamos a limpiar el negocio en silencio. Acomodamos, baldeamos la vereda, y nos fuimos con el amanecer a dormir, entre la dulzura de los helados y la cabeza rota de la presa ocasional por la súbita manada.

Comentarios a esta nota

También te podría gustar...