Instrucciones para no olvidar

Instrucciones para no olvidar

Hay que decirlo, algunas de las grandes cosas de la memoria son sus fallos. Esos erráticos modos en que condena al olvido porciones de los días, las semanas, los años, las vidas. Tengo recuerdos viejos, recuerdos largamente vueltos a transitar que desconozco el porqué siguen allí, son pasajes, sensaciones, imágenes de la infancia que he guardado por alguna razón, intuyo que lo que se me ha olvidado recordar es justamente la razón. Por qué aquella noche en que dormí en un colchón en el suelo, junto a mi cama, la que había cedido a alguien, a un visitante ocasional que no aparece especificado, permanece intacta en el recuerdo. Por qué esa noche y no otra, por qué esa viva imagen de las sábanas, del acolchado, del perfume a eucalipto que impregnaba el cuarto, la conversación interna en la que fui despidiéndome del día y la luz cálida de ese velador que permanecía encendido. Habré tenido cuatro años, meses más, meses menos, la edad que tiene en el presente mi hija. A veces la miro mirar, emocionarse con un relato, estremecerse o exaltarse con una canción y me pregunto cuáles de esas imágenes quedarán tatuadas en su memoria, qué melodías la habitarán en la soledad de su adultez, que aromas la arrastrarán a estos sus días de infancia, cuando hayan quedado lejos.

En esas cosas, esos recuerdos que gambetean el olvido, creo, se cocina el caldo de nuestra resistencia emocional.
Pero hasta aquí casi no he dicho nada a cerca de los tips para no olvidar o más bien, para proteger una imagen, una novela, un poema, una fotografía, un autor, el nombre de un artista o del dentista, la hora de una cita, el lugar donde habremos de estar de la laguna barrosa del olvido.

A veces, ciertamente, uno se olvida de recordar, o recuerda que se ha olvidado de algo. La sensación de algo me olvido que surge cuando despega el avión –es necesario aclarar que esa sensación no es tal si, como en la escena de Mi pobre angelito, uno se ha olvidado en casa, no la tapa del piano abierta sino un hijo– o cuando el auto ha encausado su avance en la autopista.

¿He cerrado el gas de la hornalla luego de quitar del fuego los fideos del mediodía? La pregunta me asalta al salir de casa, a veces regreso y a veces la evado. Pero conozco a alguien a quien cuestión similar la atacó en medio de una función de teatro y, pese a esas voces que le repitieron una y otra vez que debía haber apagado el fuego, que seguro lo había hecho de manera automática y por eso no lo recordaba, abandonó la obra y volvió a casa a tiempo para hallar carbonizado en la olla lo que horas antes era un pollo completo. Es una historia real, que recuerdo a fuerza de haberla repetido mucho, y de pedirle a mi amiga, la protagonista de la misma que la narre una y otra vez. Cabe aclarar que en ella, los olvidos eran frecuentes y en uno de ellos hasta debió intervenir personal de bomberos.

Vale, las cosas como son. En casos como esos he descubierto que lo que funciona es hacer y decir al tiempo. “Estoy cerrando la perilla del horno”, “Cierro las ventanas por si a la tarde llueve”, “Bajo la persiana del cuarto de arriba por si esa nube que se ve a lo lejos es de viento”. Hacer y decir siempre en voz alta. Si se está con alguien, vale chequear y hacer chequear.

En cuanto a citas, nombres de dentistas, horarios con el analista, clases de feng shui, reuniones de padres, cumpleaños del tío, aniversarios varios, fechas que uno debería recordar pero que en el fondo, muy en el fondo, sabe que nunca lo logrará. Para ella vale hacer uso de las herramientas que las nuevas tecnologías tienen para ofrecer, desde calendarios en el mail, hasta alarmas en el móvil, agendas electrónicas que repican: “recuerda, recuerda, recuerda, recuerda”, hasta que decidimos olvidarla en casa, a la agenda sí. Como sea, todos somos buenos amigos de nuestros conocidos desde que Facebook nos recuerda los cumpleaños y nos incita a saludarlos en su día. Alguien me contó que su madre se sorprendió gratamente cuando, después de abrir su cuenta en esa red social, recibió cientos de felicitaciones en su día de cumpleaños, gentes a las que hacía años no veía, parientes a los que había decidido olvidar. Fuerte fue su decepción cuando le revelaron el secreto de aquel exceso de amabilidad generalizado. La instrucción: descansen en sus dispositivos electrónicos, cuando estos agoten sus baterías ya no habrá nada que puedan recordar, tal vez porque nada en ello debería ocupar el espacio sagrado de la memoria.

Las cosas con las que queremos quedarnos permanecerán allí, aferradas al único trozo de raíz que pervive en la tierra resquebrajada y seca de una memoria arrasada por el tiempo. Hay libros que me han salvado del tedio de la adolescencia, los recuerdo con el mismo afecto que a un buen maestro, un mentor, aunque no pueda siquiera reproducir en términos esquemáticos sus argumentos, los colores de sus personajes. Pero les juego mi páncreas a que si vuelvo a ellos volverán conmigo las vivencias de sus primeras lecturas. Algunos han quedado atados al pasado y otros pueden ser habitados por nuevas andaduras. Al cabo que mi único secreto para hallar en sus páginas la huella de mis lecturas pasadas son marcas, siempre a lápiz, subrayados, notas al margen y anotaciones en las páginas en blanco y dobleces en las esquinas. Y ojo, no vengan a decirme que esas cosas han dejado de ser ser útiles desde la aparición de los ebook y los ereader, porque todos los dispositivos viene con herramientas que permiten, subrayar, destacar y adjuntar notas.

Los discos, las canciones, las melodías casi nunca se olvidan, el oído tiene eso de recuerdo absoluto, sólo hace falta empezar a tarararear para que todo vuelva y se desencadene, aunque nunca podamos volver a invocar el nombre del compositor o del cantante. Las imágenes tiene atributos similares, se quedan guardadas, aunque permanezcan ocultas. Uno puede no recordar nada, pero sabe que ya ha visto ese cuadro, que ya ha mirado esa fotografía.

Para todas las demás cosas vale una única instrucción, hacer pasar el pensamiento por la mano. Esto es: escribir, escribir a lápiz o con lapicera, poner en papel, con la propia letra, aún la ininteligible. Puede que no podamos volver a leerlo, pero lo que ha pasado por la mano ya no se escapa de ella. Y si quieren piensen en un lector, el más amable que puedan imaginarse y cuéntenselo a él o ella, suelten en su memoria ubicua todo lo que quieran guardarse para más adelante, para cuando haga falta, porque para siempre no existe.

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