Farsante por Patricio Diego Vargas

Escribe: Patricio Diego Vargas Una vecina enseñaba dibujo. En el garage de la casa de sus padres, separado por un patio interno, tenía armado su taller de trabajo. En dos mesas grandes nos amontonábamos chicos y chicas sin importar la edad o el nivel.
Ella, ayudada con alguno de los más grandes, te daba desafíos para ir resolviendo, y dentro del intento iba interviniendo. Señalaba en la posible creatividad del aprendiz. Así iba y venía entre el entusiasmado que hacía todo primero, el que tenía condiciones y hacia genialidades, el desganado que no arrancaba nunca, el que rezongaba borrando todo y el aburrido que no arrancaba nunca. Yo estaba entre los esforzados. Le ponía ganas, resolvía, pero no fluía. Eran dibujos cumplidores.


Llegó fin de año y el último desafío: presentar un cuadro como trabajo final. Elegí una caricatura del ratón Pérez. Era llamativa, colorida, el ratón venía a los saltos, con una bolsa con monedas en una mano y un diente en la otra, contento de hacer su intercambio para el cuál fue mitológicamente creado: alguien que compensa una pérdida. Una ecuación fantástica entre la sonrisa agujereada y plata para comprar algo.
Lo dibujé en un soporte de madera mediano. Hasta ahí iba. La copia salió bastante proporcionada, diferente al modelo, si, pero, se dejaba ver. Menos expresiva podrían decir, más bien sufriendo en la proyección un cambio en los rasgos en los ojos y en la boca, tal vez una versión más triste. El problema, el verdadero problema, apareció cuando llegó el pincel y el mundo de los colores. La parte del paisaje, los detalles secundarios, más o menos tomaban luminosidad en el color; ahora cuando le tocó al personaje todo empezó a eclosionar. Ya no se distinguía bien, su rasgos iban y venían, se oscurecía, se ponía serio, se ensombrecía, no se sabía si traía alegría o asustaba.

Iba insistentemente a la mesa de la profesora buscando arreglos, soluciones. Ella me alentaba desde su coordinación creativa, sugería, orientaba. La cosa se ponía difícil, pero llegué a presentar la versión final. En su cara noté la resignación del que ya no tiene más que decir para estimular. Era el límite de su método y de mis posibilidades. Debe haber sentido que no podía dejar las cosas así, que su imagen en el barrio estaba en juego, que si yo volvía con eso a casa, a lo mejor, no volvía a sus clases, no sé, pero agarró su pincel y, con el color verde y el negro, empezó a delinear, a suavizar y a resaltar. Una mano con una pincel varita, haciendo magia, le devolvió forma, alegría y vitalidad al ratón triste, avejentado, oscuro y feo que había salido de mí. Es más, agregó ramas extras al árbol del paisaje, que levemente tapaban partes de la cara mal logradas. Me felicitó y me lo entregó. Siempre hay un método más.

Yo volví con el cuadro abajo del brazo a casa. En el camino me pararon dos señoras del barrio que tomaban mate en la vereda, miraron el cuadro y me miraron con alegría y aprobación. Otras felicitaciones. La mirada en la que uno sabe que deja impresiones en el que mira. En casa recibí los mismos comentarios halagadores. También los recibí de las madres de mis amigos cuando lo llevaba a su casa para mostrarlo. Me transformé en un ratón que no perdió nada y recibió igual. Un farsante. El cuadro estuvo colgado en mi pieza un tiempo, hasta que se perdió en el mundo de las cosas viejas y sin sentido. Con la farsa lidié unos cuantos años más.

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